Lo que nos sucede actualmente es inusitado. Nunca no habíamos hallado en una situación de vulnerabilidad como la que enfrentamos. Desde que nos enteramos de la aparición del coronavirus, se declaró la pandemia mundial y se adoptaron por los Estados, medidas urgentes para evitar el contagio masivo y sus catastróficas consecuencias.
Lo tomamos en serio en nuestro país cuando, en el mes de marzo, apareció el primer caso y se fue extendiendo gravemente al punto que el Ministerio de Salud y Protección Social declaró el estado de emergencia sanitaria y adoptó una serie de medidas de control y mitigación de sus efectos.
Desde ese momento el despliegue del poder estatal ha sido formidable, y el capítulo de la vasta producción normativa que se ha dado hasta el momento, es una de sus más significativas manifestaciones: se declaró, por ejemplo, el estado de emergencia económica, social y ecológica en todo el territorio nacional; se decidieron gran variedad de medidas de orden público, tanto en el nivel nacional como territorial; y se expidieron, en un número impresionante, decretos con fuerza de ley por parte del Presidente de la República regulando prácticamente todos los sectores y ámbitos de la vida social, al punto que el orden jurídico ordinario ha quedado en un preocupante suspenso.
Se percibe en la mayoría de tales disposiciones un fuerte compromiso con la función prestacional del Estado que, de no ser por los compromisos adquiridos a propósito del posacuerdo y por los efectos lamentables de esta pandemia, ya se hubiera evaporado, al menos en la práctica, como una función del Estado colombiano.
Pero también se percibe un fuerte impacto en derechos básicos de las personas, como los de libertad de circulación, trabajo, salud, educación, libre desarrollo de la personalidad, libertad de elegir profesión u oficio, entre otras muchas situaciones afectadas.
En particular, me ha llamado la atención dos disposiciones. La primera, en relación con la imposición del servicio de salud obligatorio para los profesionales de la salud y, la segunda, sobre el impuesto solidario por el Covid 19, que grava el salario, los honorarios y mesadas pensionales de servidores públicos, contratistas del Estado y pensionados, respectivamente, apelando en ambos casos al principio constitucional de solidaridad.
Nadie duda que las razones presentadas por el gobierno nacional son legítimas; es posible que en la mayoría de los casos no vacilemos sobre su necesidad; pero sí debe inquietarnos su proporcionalidad, mucho más cuando deben ser aplicadas en situaciones concretas que pueden revestir grandes peculiaridades.
El pasado 21 de abril, el portal Las 2orillas informaba que cien médicos colombianos tenían las maletas listas para irse a Emiratos Árabes y que desde el 8 de abril permanecen en un hotel de Bogotá esperando la autorización para salir del país atraídos por una atractiva oferta laboral.
La Cancillería y Migración Colombia se han opuesto al viaje debido a que sus servicios son necesarios en el país durante la crisis del Covid 19, mientras que los médicos defienden su derecho a escoger libremente en qué país ejercer su profesión y más si las opciones son mejores a las que ofrece Colombia en ingresos y condiciones de bioseguridad.
¿Puede exigirle a estos profesionales la prestación del servicio un Estado que sistemáticamente ha sido indolente con su derecho a un trabajo digno, tanto por no haber tomado las acciones necesarias para formalizar sus relaciones de trabajo con las IPS públicas y privadas, como para que sean remunerados con salario justos y proporcionales a su delicada e importante labor social o, simplemente, para garantizarles las condiciones adecuadas de protección ante los riesgos que supone su profesión, que han virado incluso a los de su vida e integridad personal?
Los anteriores son signos del enorme poder que se le reconoce al presidente y a las demás autoridades cuando deben afrontar situaciones de crisis como la actual.
En virtud de estas se les autoriza a restringir o suspender derechos, relajar controles indispensables para el ejercicio transparente de la función pública y la administración de los recursos públicos; expropiar la propiedad privada, que no significa necesariamente apropiarse de un bien inmueble de los privados sino también de cualquiera de los bienes o valores que son suyos, como el salario por el trabajo realizado. En fin, reducir a su mínima expresión muchas garantías que hasta hace poco considerábamos incuestionables en nuestro Estado de derecho.
Todo cambia rápidamente, y de tener un Estado imperceptible -al estilo del Consenso de Washington- hasta el mes de marzo pasado, llegamos a un Estado poderoso e intervencionista que necesitará mantenerse así durante mucho tiempo, por lo menos hasta que se logre la muy anhelada pero difusa normalidad.
Cabe esperar cuál es la dirección de los controles y de los derechos una vez los jueces examinen en detalle cada una de las medidas adoptadas. Ese es el último bastión para entender si, en las situaciones de crisis en las que el miedo es el motor de la vida social, puede seguir siendo realista pensar en la vigencia de un modelo constitucional, como el que proclama la Carta de 1991.
No hay comentarios:
Publicar un comentario