La academia llega tarde a los acontecimientos que suceden de manera vertiginosa, y de los que apenas, con esfuerzos limitados y con el sentimiento de quienes no solo observamos sino que también participamos, tomamos débiles, parciales y nerviosos apuntes.
Tratamos de comprender, de ordenar, de desentrañar, de ir más allá de la visión inmediata y espectral que tenemos de los hechos. Pero esta tarea de ningún modo consiste en sentarnos a ver cómo sucede la transformación en cabeza de estudiantes, indígenas, obreros y el resto de los sectores populares. Queremos unirnos y ser una sola voz que se reconoce en el dolor y el hastío, porque aquí hay cansancio, y este cansancio es histórico. Decidimos, entonces, desdeñar de ese silencio paralizante y cómodo.
En ese esfuerzo comprensivo, hay que dejar de pensar en la reforma tributaria como un asunto efímero y como el hecho exclusivo que motiva las manifestaciones ciudadanas de estos días, sobre todo después de que el presidente manifestara que se retirará y se elaborará un nuevo documento.
Los hechos coyunturales son apenas la punta de iceberg. Ellos no son más que la cristalización de problemas estructurales, especialmente, la profundización de una desigualdad originada en la repartición inequitativa de la tierra, la violencia derivada de tal estado de cosas y su instrumentalización por parte del Estado para mantener el dominio y privilegios de unos grupos sobre otros. La transformación que reclamamos desde calles y escritorios pasa, de hecho, por una denuncia de las múltiples opresiones que el Estado viene ignorando y apaciguando con medidas facilistas.
Es por ello que resulta displicente aquella postura que infantiliza el hecho histórico presentado estos días: la articulación de un campo popular, de múltiples demandas y reivindicaciones que no se agotan en la retirada de un proyecto de reforma tributaria, lo que claramente es necesario, pero, en todo caso, insuficiente. Aquella postura que se atreve a acusar estas manifestaciones de manipulación política, a encasillarlas en la figura de líderes o partidos, como si los movimientos obreros, estudiantiles, indígenas, LGBTI, entre otros, fuesen incapaces de pensar sin padrinazgos, como si necesitaran una autorización para manifestar sus inconformidades, y como si estuvieran impedidos para actuar por conciencia propia.
También es una infantilización la de aquellos que se atreven a reducir este contexto a un estallido irresponsable y meramente emotivo de unas masas, ante la crisis de salud pública que enfrentamos. No, lo que está en juego en las diversas movilizaciones es la transformación cualitativa del statu quo, que no se conforma con medidas meramente reformistas. Que la visión miope no nos impida distinguir la profundidad de los reclamos y las consignas y, al tiempo, distinguir el miedo que le producen esas ideas a algunos sectores para los cuales es incluso mayor que el miedo a la lógica necro política que ha tomado como bandera el actual gobierno.
Leo con optimismo en redes sociales la consigna del “despertar de conciencia”, me parece que no pudo ser dicho con mayor precisión. Esa toma de conciencia, si bien es emocionalidad de las masas, en tanto solo esa rabia que sentimos nos da la fuerza para dejar el confort y asumir las distintas formas de activismo, no se reduce a ello. La toma de conciencia es un reflejo tardío de las acciones que se venían reproduciendo sistemáticamente.
Este reflejo permite distinguir la necesidad de aunar esfuerzos por transformar de fondo las estructuras desiguales que perpetúan sufrimientos que bien pudieran ser remediables. A lo que habría que apuntar es a que este despertar de conciencia no se agote en este triunfo transitorio de la retirada de la reforma, sino que se proyecte en la exigencia de todo lo que nos falta y en una postura en defensa de la vida materializada en las próximas elecciones, para que, como se lee en algunas redes sociales, esa rabia e indignación se transforme en un voto responsable.
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