«... A pesar del pesimismo y el dolor que genera la situación actual, el hecho de que los movimientos sociales hayan salido nuevamente a las calles a decir “Basta ya”; que los estudiantes hayan desplegado con imaginación su malestar frente a un gobierno cada vez más ilegítimo;...»
Resulta paradójico que conmemoremos los treinta años de la Constitución de 1991 en medio de las protestas sociales que evidencian el malestar acumulado por un conjunto de decisiones injustas y erráticas de un gobierno que en tres años ha buscado destruir el sueño de paz de una sociedad y que, además, ha mostrado reiteradamente su dificultad para dialogar con los sectores sociales. Con una propuesta de reforma tributaria que golpeaba a las clases medias y más pobres, el gobierno abrió una caja de pandora en la que explotaron todas las furias contenidas luego de más de un año de encierro obligado.
El gobierno ha agravado la situación, aún más, al no comprender las razones de la inconformidad social, negar la legitimidad de la protesta pacífica, usar la fuerza desmedida y desproporcionada del ESMAD y la policía en contra de quienes han protestado pacíficamente, en su mayoría, jóvenes estudiantes. Residente, de Calle 13, lo resumió bastante bien la situación cuando dijo que: “si un pueblo sale a manifestarse en medio de una pandemia, es porque su gobierno es más peligroso que un virus”.
El escenario actual, con un saldo aterrador de muertos, heridos y desaparecidos, evidencia una profunda crisis social y política. No obstante, a pesar de las circunstancias, quisiera mantener la esperanza al evocar la memoria de lo que ocurría en la sociedad colombiana hace treinta años. Recordemos que en la década del ochenta había una percepción social creciente de crisis en diferentes niveles.
Estábamos regidos por una constitución (de 1886) que era muy restrictiva en el reconocimiento de derechos, en el ejercicio democrático, y otorgaba demasiados poderes al presidente de la república. Los gobiernos abusaban del Estado de Sitio (artículo 121 de dicha constitución) para suspender la legalidad vigente y limitar, aún más, los derechos de las personas.
El sistema político continuaba reproduciendo el esquema bipartidista del Frente Nacional. Los partidos liberal y conservador monopolizaban el sector público mediante prácticas clientelares y diseños institucionales poco participativos en una sociedad que reclamaba cada vez más la ampliación de la democracia y la participación de fuerzas diferentes. Los intentos del gobierno de Belisario Betancur por adelantar negociaciones de paz con los grupos subversivos encontraron muchas dificultades por la oposición de la cúpula militar, algunos sectores políticos y élites regionales, que optaron por legitimar y estimular la creación de grupos paramilitares.
Además, las violaciones a los derechos humanos en particular, y las manifestaciones de múltiples violencias, se incrementaron notablemente. La década se inició con la aplicación de los abusos derivados de “Estatuto de Seguridad” del gobierno Turbay, como detenciones arbitrarias, torturas y violaciones al debido proceso en los consejos verbales de guerra. Luego, las fuerzas de seguridad del estado promovieron otras prácticas, como la desaparición forzada y, más adelante, se incrementaron los asesinatos políticos a líderes de izquierda, especialmente de la U.P., líderes sociales y defensores de derechos humanos. Así mismo, las masacres y el desplazamiento se pusieron a la orden del día.
Ante esta situación, ni la clase política, ni el sistema institucional permitían adelantar reformas sociales orientadas a ampliar la democracia, reformar la justicia, y proteger a la población. Desde hacía varios años las organizaciones y movimientos sociales, así como los grupos insurgentes en los procesos de negociación, habían estado reclamando la convocatoria a una Asamblea Constituyente que permitiera la reconfiguración del poder en el país y encontrar las salidas a la crisis existente.
En 1989 la violencia política se intensificó y el ambiente político mostraba pocas esperanzas de transformación, salvo la emergencia de nuevos liderazgos que participaban en la contienda presidencial de 1990. El asesinato de Luis Carlos Galán, el 18 de agosto, sumado a todo el cúmulo de situaciones de violencia que se habían vivido desde hacía varios años, se constituyó en el principal detonante. Estudiantes de todo el país, pero especialmente los de Bogotá, se movilizaron en la semana siguiente, en principio, para rechazar la violencia, y luego, para promover la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente.
Este gran movimiento social, al cual se unieron todas las fuerzas sociales del país, coincidió además con unas estructuras de oportunidad política, que en lugar de cerrar las puertas o reprimir la movilización, como lo ha hecho el gobierno actual, encontró aliados en el gobierno, y posteriormente en la misma Corte Suprema de Justicia. Meses después, para las elecciones de regionales de marzo de 1990, el movimiento de la séptima papeleta promovió la idea de consultar al pueblo si estaba o no de acuerdo con la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente. La convocatoria tuvo un enorme respaldo político con una aprobación superior al 80 % de la votación. Este resultado mostraba la tendencia política del país y se constituyó en un mandato político para el nuevo gobierno.
La historia de la Asamblea Constituyente es la historia de un movimiento estudiantil, masivo, heterogéneo y, quizás, fugaz, pero que agrupó muchas voces y sujetos políticos que habían sido excluidos del escenario político. Así mismo, dio lugar a un momento fundacional que permitió el encuentro de sujetos plurales dispuestas a reconocerse, dialogar y definir propósitos comunes en torno a una constitución que fue conocida como la constitución de la paz.
La constitución de 1991 hizo parte de un proyecto político que permitió la construcción de un estado laico, pluralista, más descentralizado, con mayores límites al ejercicio del poder presidencial, y mucho más comprometido con la protección de los derechos humanos. Si bien, muchas de las promesas de tal pacto constitucional han sido inconclusas, la sociedad experimentó transformaciones en su cultura frente a los derechos, a los mecanismos de protección y al reconocimiento de visiones diferentes de la política, la religión y la relación con el ambiente.
Treinta años después de la expedición de una Constitución de 1991, tal proyecto político se ha visto limitado por múltiples circunstancias, como el escalamiento del conflicto armado, el ascenso de proyectos autoritarios y la hegemonía del discurso neoliberal. Actualmente, cuando el gobierno de Iván Duque ha buscado resquebrajar el sistema de pesos y contrapesos previsto en la Constitución y ha intentado bloquear la implementación del Acuerdo de Paz, es necesario que la ciudadanía reafirme la pertinencia de un proyecto político colectivo basado en la democracia, la diversidad cultural, el diálogo, la búsqueda de la paz y la defensa de los derechos humanos.
A pesar del pesimismo y el dolor que genera la situación actual, el hecho de que los movimientos sociales hayan salido nuevamente a las calles a decir “Basta ya”; que los estudiantes hayan desplegado con imaginación su malestar frente a un gobierno cada vez más ilegítimo; y que el mundo esté viendo los niveles de mezquindad a los que ha llegado el líder del partido de gobierno al incitar a la violencia indiscriminada en contra de quienes protestan; nos debe generar la esperanza de que estamos dando los primeros pasos en una dirección que nos permita buscar des escalar las expresiones de violencia, buscar consensos sociales y reforzar nuestros propósitos comunes como sociedad democrática.
Nota
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