«... ¿Cómo seguir inscribiendo en la agenda política nacional preocupaciones por la igualdad, la violencia económica y la deslegitimación de la violencia estatal? La respuesta no es fácil y parece dejarnos expuestos a más incertidumbres que certezas,...»
Lo que está pasando en Colombia es una resignificación del espacio público. No es nueva, diversos procesos con distintos tiempos y contextos confluyeron para dar lugar a las marchas del mes de noviembre de 2019.
Luego vino el covid. Este asignó otros sentidos al espacio público. La calle como peligro, el otro como riesgo, las aglomeraciones como pecado sanitario. Fue un largo silencio en forma de cifras desordenadas de contagio y de muerte. Si las marchas del 2019 visibilizaban un conflicto político de fondo, que enfrentaba la alianza narco-conservadora del gobierno con las voces de protesta y democracia de distintos actores sociales, la gestión del covid que vendría después permitió invisibilizar el alcance político de la crisis.
Lo curioso es que nada como el covid pudo haber revelado de mejor manera la crisis política en que estábamos. La muerte era selectiva, privilegiando vidas pobres y marginales. Las medidas de encierro y cuarentena dejaban en la calle a migrantes, vendedores ambulantes, habitantes de la calle.
Es cierto que muchos sectores se movilizaron poniendo trapos rojos como indicio de hambre y de la urgente necesidad de un ingreso básico mínimo. Pero la pobreza en general quedó invisibilizada, normalizada al interior de un sentido común acostumbrado a personas desplazadas, al rebusque sobre vivencial y a la calle como único refugio de muchos. En este guion la calle no era política. Si acaso había una especie de reacción humanitaria que se traducía en algunos en culpa, en otros en angustia y en la mayoría en indiferencia ante las voces que gritaban desde la calle.
Pero de un momento a otro, ese paisaje sonoro, ya archivado como un rasgo más de la ciudad —como la alborada del 1 de diciembre, o los voceadores cotidianos de frutas y verduras—, empezó a vibrar con distintas intensidades. No es que hayan desaparecido las voces del hambre. Solo que ahora también había sirenas, explosiones de aturdidoras, ruidos de disparos y consignas políticas. Pero sobre todo había muchas redes sociales. Tampoco es que estas habitaran la calle, pero sí hacían imprecisa e imposible cualquier separación estricta entre lo público y lo privado.
Lo que estaba en la calle y lo que entraba a la casa. Las redes no creaban estas nuevas dinámicas sonoras, solo las amplificaban. Las visibilizaban. ¿Y qué visibilizaban?, sobre todo cifras: al 4 de mayo se contabilizaba 26 asesinatos por parte de fuerzas estatales, 1181 casos de violencia policial, 761 detenciones arbitrarias y al menos 9 víctimas de violencia sexual. Pero no solo eran cifras, había un relato que le daba sentido a las mismas.
A diferencia de las muertes por covid, o de los porcentajes de pobreza, desempleo y marginalidad, estas cuentas eran distintas. No eran “naturales” como las primeras, ni técnicas como las segundas; obedecían a decisiones políticas. Una reforma tributaria para gravar la canasta familiar mientras se concedía exenciones y beneficios a los mas ricos, un ensoberbecido ex presidente promoviendo la violencia de las fuerzas policiales y militares, y una orquestación institucional para garantizar la invisibilidad de toda esta violencia económica y política. Era una invisibilidad decidida, pensada, estratégica.
Pero entonces vinieron las marchas, las consignas, los derechos, la rabia, y las visibilidades se trastocaron, el paisaje sonoro se politizó. Capas de sonoridades y visibilidades aparentemente separadas, que leíamos sin relación entre ellas empezaron a mostrar continuidades, causalidades. La violencia policial se mostró funcional a la violencia económica, y esta se mostró funcional a una violencia sanitaria que protegía a unas vidas y desprotegía a otras.
Sin quererlo, la decisión de la Gobernación de Antioquia del pasado 1 de mayo nos puso sobre la pista de estas continuidades al decretar un toque de queda de orden público dentro de un toque de queda sanitario. Esto es, no una excepción a la excepción de la normalidad, como el orden lógico podría sugerirnos, sino una —otra— excepción inscrita dentro de la excepción a la normalidad: el juego propiamente político de la excepción.
Ese es el panorama en el que nos encontramos, distintas capas de violencia interconectadas, pero invisibilizadas, en sordina. Una masiva movilización popular que busca reconectarlas, mostrarlas, desafiar los arreglos políticos que monopolizan los estatutos de la visibilidad y la invisibilidad. Lo que se juega no es menor, y el bloque narco—conservador del gobierno lo sabe. Por eso ha decidido desatar la violencia que estamos viendo en estos días.
¿Pero cómo hacer para que la violencia policial no solo circule por las redes sociales sino que también sea leída como abuso policial, como violencia ilegítima?, ¿Cómo seguir inscribiendo en la agenda política nacional preocupaciones por la igualdad, la violencia económica y la deslegitimación de la violencia estatal?, la respuesta no es fácil y parece dejarnos expuestos a más incertidumbres que certezas, sobre todo porque si la violencia policial busca clausurar la promesa del espacio público solo el espacio público nos permitirá denunciar el acumulado de violencias normalizadas.
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