A continuación, plantearé algunos argumentos que me permiten afirmar que los actos de vandalismo ocurridos en las recientes manifestaciones, e incluso los ocurridos en las de antes, no tienen ningún sentido si de lo que se trata es de ejercer una presión social verdaderamente transformadora.
En términos estratégicos, el vandalismo imposibilita la cohesión de sectores y ciudadanos de diversos orígenes que es necesaria para representar realmente el alto nivel de inconformismo y dolor que parece sentir una mayoría del país frente a un gobierno indiferente a las masacres, los abusos y la corrupción. Sin unión es imposible lograr la transformación, y el vandalismo suele generar, en los últimos años, polarización dentro del mismo grupo de ciudadanos inconformes. Además, suele asustar a cientos de personas que desearían participar en las manifestaciones callejeras y en los movimientos sociales.
Ante la cantidad de decisiones y acciones cuestionables del gobierno de Iván Duque, en cuanto a la economía, el equilibrio democrático de poderes, la lucha contra el narcotráfico y la violencia en las regiones, las relaciones internacionales, etc., parecen ser muchas las personas que desearían participar, con plena convicción, de un mecanismo de presión como lo es el Paro Nacional. Basta recordar en este sentido la marcha del 21 de noviembre de 2019. Esta se constituyó en un hito histórico por haber acogido a muchas personas y de toda clase, aún sufriendo las provocaciones por parte de caravanas de policías recorriendo la ciudad.
En vez de preocuparnos por dañar un muro, deberíamos hacer uso de nuestra inteligencia y creatividad para unir, concientizar y empoderar a muchas más personas. Las calles, que deberían convertirse en espacios de diálogos y diversidades, en cambio, se convierten, con el accionar de los vándalos, en el escenario de una sola verdad, esa que solo unos pocos defienden, a la que sólo ellos tienen acceso, y que solamente se puede expresar desde una violencia capaz de echar a perder marchas, movimientos, iniciativas y consensos.
Los actos vandálicos ponen en riesgo la vida de muchas personas. Lo hacen en dos sentidos; al llevarse a cabo y al provocar una reacción por parte de las autoridades que, aunque tantas veces desproporcionada, no deja de ser obvia e incluso justificable, legalmente hablando. Ante la actuación repudiable de la policía, cabe decir que los vándalos son cómplices, como también, y en un grado mayor, lo son nuestros dirigentes, de los daños a la vida, lesiones y muertes, que se llegan a ocasionar. Actúan con egoísmo e irresponsabilidad frente a un bien tan preciado como la vida. ¿Valieron la pena el homicidio de Dilan y las muertes de Julián y de tantas otras personas durante las movilizaciones en la calle? Si de cambiar el país se trata, parece que no, porque, tal como pinta el panorama, los flagelos de la violencia, la pobreza y la corrupción, entre otros, seguirán golpeándonos. Sin duda el estado debe garantizar la protección de todos y todas, y su responsabilidad en los lamentables hechos ocurridos durante las últimas semanas no se pone en duda. Pero falta asumir la responsabilidad de quienes acuden a, o justifican, un actuar radical y violento.
Se alimenta el ciclo de la violencia. Responder a los abusos de autoridad y a los desaciertos llevados a cabo bajo el amparo del gobierno actual a través de la violencia solo sirve para brindar justificaciones y excusas a dicho gobierno, el cual las necesita precisamente para legitimar su propia violencia. Este ciclo de violencia alimenta, a todas luces, el discurso de los partidos políticos de ultraderecha, como el Centro Democrático, que deben su éxito al miedo y al resentimiento que el vandalismo genera en muchos ciudadanos. Si somos realistas una alternativa de protesta no violenta deslegitima el discurso de seguridad y miedo y podría representar un cambio por medio de unas elecciones.
Muchas veces las manifestaciones y protestas no violentas se han tachado de mecanismos ilusorios o inútiles de presión. Pero lo verdaderamente iluso o ingenuo es no reconocer la potencia desatada por la no violencia cuando, de manera organizada y audaz, deslegitima la reacción violenta y desenmascara el verdadero rostro irracional o decididamente malvado del violento que ha demostrado ser en muchos casos el de un policía. Ante esto último, demostrado por movimientos sociales no violentos en diversos países y en distintas épocas, parece más iluso creer que quemar un CAI o cuarenta, sonar una papa bomba o quemar una ventana, aporta a una efectiva transformación de las circunstancias injustas.
En conclusión, si de verdad queremos cambiar algo, se hace necesaria una mirada autocrítica dirigida a las actitudes, o acciones, propias que impliquen, detonen, justifiquen y promuevan cualquier tipo de violencia. Continuar en la lógica tribal de acabar con mi enemigo a toda costa o de emplear la fuerza como único mecanismo de expresión, anclará aún más a la sociedad colombiana en su pasado de tragedias sin sentido. El esfuerzo que debemos emprender debe ser por la formación política, la unión y la creatividad como insumos principales para expresar nuestras justas inconformidades y generar cambios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario