El hombre ha dejado de ser la medida de todas las cosas. No solo no crea ni domina su realidad, sino que de pronto esta deja de serle comprensible (..) el mundo entonces se convierte en figuración de la locura” Lu Hsun- Diario de un loco.
En las últimas semanas la idea de lo común ha ganado notoriedad y espacio. En los discursos públicos frente a la crisis del Covid-19, las autoridades mundiales han retomado la idea de la comunidad política como un conjunto interrelacionado para resaltar la idea de la reciprocidad, la unión y la corresponsabilidad en momentos de crisis.
Las campañas de prevención, incluso, centran su mirada en el conjunto ya no en términos de intercambio sino en términos de vulnerabilidad: si se tira de un hilo, puede deshacerse el tapiz entero. De ahí los eslóganes que rezan cuidarme es cuidarnos o este virus lo paramos juntos: la salvación depende ante todo de nosotros mismos.
Una variante de este discurso también se ha posicionado en las narrativas de algunos colectivos sociales y círculos académicos. Ante la inminente crisis económica que se avecina -la CEPAL estima que el desempleo subirá diez puntos porcentuales en Latinoamérica- se escuchan voces que proclaman una ruptura con la historia de la contemporaneidad, a saber, con el sistema económico vigente.
Esta ruptura no sólo implica volver la mirada hacia formas económicas alternativas sino que supone, además, la transformación de nuestras relaciones con los otros. La solidaridad, la empatía y la compasión aparecen ahora como las banderas que se alzan en medio de la incertidumbre y el caos. Sin embargo ¿puede una comunidad unida por la coyuntura permanecer solidaria después que la normalidad vuelva a abrirse paso?
Contrario al deseo que nos embarga, las posibilidades que presenta la realidad son distintas. Tal y como afirma Byung- Chun Hal, filósofo surcoreano, “ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte”. Esta afirmación puede comprenderse mediante la experiencia de la inmediatez y el auge de emociones políticas que erosionan la idea de conjunto, tales como el miedo, el asco y la ira.
En primer lugar, la inmediatez presupone acomodar nuestras prácticas a las circunstancias, no transformar nuestros sentidos e imaginarios. Puede que ahora sean visibles para nosotros colectividades antes ignoradas como son los sin techo o los trabajadores y trabajadoras informales.
Empero, su presencia no exige cambiar nuestros patrones de consumo o redefinir lo que entendemos por justicia o fraternidad. Siguen siendo, desde la visión neoliberal en la cual hemos sido socializados, seres liminales, es decir, individuos que se sitúan en las fronteras de la comunidad política.
Este sentido de inmediatez también se refleja en nuestra capacidad para experimentar simpatía o compasión. Según Martha Nussbaum, filósofa norteamericana, la simpatía es lo que siente un individuo cuando es partícipe de la emoción de otro, mientras que la compasión surge de observar la tragedia y entrever nuestras vulnerabilidades compartidas.
Este razonamiento supone que todas y todos somos poseedores de un pensamiento posicional, a saber, la habilidad para desplazar nuestra propia individualidad y reconocer al otro como centro de la experiencia. No obstante, estas emociones sólo se manifiestan si observamos en la persona que sufre una similitud con nosotros mismos: “si su tragedia puede ocurrirme, su dolor también me atraviesa”.
¿Pero qué sucede cuando la vulnerabilidad no es compartida? ¿Cuándo quienes sufren son habitantes de calle, excombatientes, migrantes, trabajadoras y trabajadores sexuales o personas privadas de la libertad? En estas situaciones la simpatía queda suspendida por emociones más fuertes como el repudio, el asco o la ira.
En el caso del asco, por ejemplo, la sola imagen de estar junto a ese otro radicalmente diferente nos produce angustia, ya que tememos contaminarnos con su presencia; pues el asco supone despojar al otro de humanidad y convertirlo en inferior al asociarse únicamente con lo repugnante: excrementos, descomposición, suciedad.
La ira, por otro lado, impide la compasión al proyectar en quien sufre la responsabilidad de sus desgracias. En los motines ocurridos en los diferentes centros penitenciarios del país la noche del 22 de marzo, la narrativa más común y extendida señalaba la situación de los presos como “bien merecida”.
En las redes, incluso comenzó a señalarse la posibilidad de la limpieza social como “medida para descongestionar el sistema de salud” y contribuir a “la estabilidad económica del país”. Estas afirmaciones dan cuenta de los límites de lo común así como de la imposibilidad de imaginar que el daño que el otro padece es también digno de reconocimiento.
En este sentido, que la crisis -y más concretamente que el Covid 19- abrirá paso al advenimiento de economías solidarias y relaciones fraternas, resulta un tanto ingenuo. La solidaridad, como afirmó Richard Rorthy, “no se descubre sino que se crea por medio de la reflexión. Se crea incrementando nuestra sensibilidad a los detalles particulares del dolor y de la humillación de seres humanos distintos, desconocidos para nosotros”.
Hasta que no seamos capaces de reconocer la dignidad y la vida interior de todos los hombres y mujeres que habitan el mundo, nuestra solidaridad no es más que simpatía por contagio: una emoción incapaz de trascenderse a sí misma.
Este texto fue publicado en la revista Coronica el martes 24 de marzo de 2020
Por: Keren Xiomara Marín G. Politóloga y Magíster en Antropología, docente de cátedra Facultad de Derecho y Ciencias Políticas UdeA
Por: Keren Xiomara Marín G. Politóloga y Magíster en Antropología, docente de cátedra Facultad de Derecho y Ciencias Políticas UdeA
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