Opinión: Un siglo cortísimo

El gran historiador inglés Eric Hobsbawm llamó al siglo XX, un siglo corto. Dijo que iba desde 1917 hasta 1989, cuando cayó el muro de Berlín.
Podríamos imaginarnos un siglo XXI aún más cortísimo. Apenas iría desde 1989 hasta 2020. Pero fue suficientemente para que florecieran mitos e imaginarios que se derrumbaran rápidamente. Pareciéramos estar oyendo a Marx: todo lo sólido se desvanece en el aire.

Precisamente es el aire el que hoy nos amenaza y por ahí nos puede llegar la muerte. Ese aire que nos acerque las gotas que otro puede desprender cuando llora, cuando estornuda, cuando nos habla demasiado cerca, o simplemente cuando toquemos alguna superficie que otro ya había tocado.
Algunos de los mitos que se forjaron a raíz de la caída del Muro de Berlín, fue el triunfo definitivo del capitalismo sobre el socialismo o cualquier otra forma de organización política y social diferente.
La creencia del mercado como una mano invisible que llevaría progreso y bienestar a todos los habitantes de la tierra en todos los rincones del mundo.
Y un nuevo constitucionalismo como la única fórmula que la “comunidad internacional” aceptaba, para la organización de los estados so pena, para los estados remisos, de ser intervenidos mediante bloqueos diplomáticos, económicos o intervenciones militares “humanitarias” para imponer la civilización en todo el mundo. Hasta autores que se autoproclamaban continuadores del pensamiento crítico, saludaban esas intervenciones militares, como una prueba de un sentimiento universal.
Pensamos que no era posible pensar sino en términos globales y por eso, en lugar de naciones, pensamos en comunidades internacionales, en todos los campos: la economía, la ciencia, el arte, etc. Inclusive, en las universidades, llegamos a pensar que algún escrito valía la pena en la medida en que fuera citado en unos catálogos que le daban validez, no por el contenido sino por el número de citaciones que se hicieran de él y eso, a su vez, dependía de unos estándares para pensar y escribir, que otra vez, dependían, de la “comunidad científica”.
Todos esos mitos florecieron al mismo tiempo en que se acaban, con el aplauso de gran parte de esa “comunidad internacional”, países como la antigua Yugoeslavia, Irak, Libia, Siria, Afganistán, sometidos a crueles intervenciones humanitarias o civilizadoras, y otros de una manera más lenta como Venezuela.
Tal vez Cuba sea el ejemplo de un país que le ha tocado soportar un bloqueo que nació en el corto siglo XX y perduró durante el cortísimo siglo XXI. El criminal bloqueo al que la sometieron EE.UU. y sus aliados, probablemente explique que sea uno de los pocos países en condiciones de ayudar a otros y de responder adecuadamente a la pandemia. ¡A lo mejor fue porque no lo dejaron entrar de pleno este a cortísimo siglo XXI!
Igual que en el corto siglo XX, en el cortísimo siglo XXI tenemos unos gobernantes dotados de todos los poderes para decidir quiénes pueden morir y a quiénes se les permite seguir viviendo.
Tal vez la diferencia es que allá se hablaba de espacios vitales, de la gran guerra patria o de salvar las democracias de occidente, y hoy, de curvas, puntos críticos, tasa de propagación, etc. Y en lugar de consejeros ideológicos y militares, los gobernantes se tienen que rodear de epidemiólogos, virólogos, estadígrafos que examinen curvas, recojan experiencias ajenas, pero que también sepan oír a los economistas, que les permitan calcular el tamaño de la tragedia.
A la sombra siempre habrá empresas que florezcan. Allá las que construían tanques, aviones, equipamientos para los ejércitos y gases letales para “soluciones finales”. Científicos preparando bombas atómicas y armas de destrucción masivas.
Hoy, florecen las empresas que puedan dar respuestas a ciertas urgencias: respiradores, tapabocas y, obviamente, todas aquellas que puedan dar una luz sobre el virus, su posible tratamiento y su eventual vacuna. Y posiblemente las empresas de tecnología que seguramente “ayudarán” a un control asfixiante de toda la población.
Y seguramente muchos médicos, no con la firmeza ideológica de Mengele, sino con un sincero sentimiento humanitario, se tendrán que parar ante la fila de infectados, a decir a quienes se les dará tratamiento y a quiénes se les dejará morir de una vez.
Los mitos han cambiado, pero probablemente los efectos no sean tan diferentes. Claro que los muertos, según anticipan todas las estadísticas, no son tan numerosos como los de las guerras, los campos de concentración, los Gulags, las bombas atómicas, los efectos colaterales, pero será necesario repensar muchas cosas prácticamente desde cero.
Sería un optimismo irresponsable pensar que todo mejorará. En una sociedad donde apenas se hacen pequeños gestos para calmar la física hambre de gran parte de la población, es iluso suponer que habrá variaciones importantes.
Pero si es una obligación reflexionar sobre las ruinas de unos mitos, que no cayeron por coincidencia sino porque se crearon a partir de un modelo que tarde o temprano se reventaría: por el calentamiento global, por la inequidad llevada hasta límites insoportables, por la explotación irracional de los recursos naturales, porque se prefirió armarse hasta los dientes antes de pensar en la salud, la educación y el trabajo de la mayoría, por el desprecio casi absoluto hacia los pueblos, culturas y modos de vivir que no se ajustaran a ese consumismo avasallante y esa competitividad, que se erigieron como paradigmas de esa efímera ilusión que terminó cuando todos tuvimos que cerrar la puerta de la casa y concentrarnos en sobrevivir.

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