Ahora, más que nunca, vale la pena poner en cuestión los beneficios ofrecidos por la virtualidad. Por esta, me refiero al intento de reconstruir elementos de la realidad por medio de dispositivos electrónicos como los celulares.
La mayoría de estos dispositivos han facilitado casi todo en nuestras vidas, particularmente en lo que respecta a la comunicación. Por esto, antes de la crisis ocasionada por el covid-19, el uso de estos dispositivos ya hacía parte de la vida de todos. Sin embargo, no hay que olvidar que la virtualidad es una representación de la realidad.
Hoy, de cuenta de las prolongadas cuarentenas, la virtualidad se vuelve aún más indispensable. De cuenta del coronavirus debemos encerrarnos y así evitar el colapso de los mediocres sistemas de salud que nos han dejado años de corrupción e ineficiencia política.
La virtualidad aparece hoy ofreciéndonos la posibilidad de llevar una vida parecida a la que teníamos antes del virus. ¿Qué sería hoy del trabajo, el estudio, la diversión y nuestras relaciones con familiares y amigos sin conexión a internet o sin un dispositivo electrónico a la mano?
Nos hemos visto obligados a invertir casi todo nuestro tiempo en estar ante una pantalla y un micrófono. Este uso convierte al tiempo en lo que Michel Onfray, en su libro Cosmos, llama tiempo muerto; aquel que invertimos lejos de las múltiples experiencias que sólo la presencialidad puede ofrecernos.
Poco a poco estamos reemplazando el presente, las “cosas de afuera”, lo posiblemente infectado, la realidad, por la virtualidad. Reemplazamos cosas tan importantes en la vida de cada uno como el dialogar con alguien. Y a cambio de esto, optamos por videollamadas de Meet o Zoom o por un mensaje de Whatsapp. Onfray lo sentencia de forma dramática pero consecuente con lo planteado: “En lo más hondo de un programa de televisión[...], en el epicentro del mensaje twitteado o whatsappeando sólo hay magia, ilusión, ficción tomada por realidad: la realidad, la sola y única realidad. Somos sombras que vivimos en un teatro de sombras. Nuestra vida es con frecuencia la muerte.”
La virtualidad reemplaza pobremente la variada y rica experiencia de compartir con otro. Por medio de las pantallas nos limitamos a escuchar y decir. No hay espacio para el tacto entre texturas y pieles; el olfato, que antes identificaba tantos aromas y nos hacía recordar, de nada sirve; la mirada se reduce a los rostros, como si el resto del cuerpo no importara. Incluso la presencialidad, el estar con otro simplemente, desde el silencio, no se concibe.
Sin embargo, nuestras relaciones no son las únicas que sufren los estragos del mundo virtual. Nos perdemos de muchas otras cosas: del calor del sol, la brisa, el atardecer, las reflexiones mientras caminamos en la oscuridad de la noche, la multitud de una universidad, la concentración al dedicarnos exclusivamente a algo, mantener el celular apagado mientras estamos en el cine, encontrarnos con alguien por casualidad, viajar…
Me atrevo a decir que la virtualidad sacrifica aquello que hace una vida dichosa de ser vivida. Hemos estado, y hoy mucho más, ante la reducción del presente. Una reducción que produce ansiedad, desesperación, depresión, dolor de cabeza, agotamiento, insomnio, y que recibimos como normal o peor, como necesario.
Onfray propone una alternativa para revivir el tiempo y la realidad. Si interrumpimos el excesivo uso de las pantallas y hacemos un esfuerzo consistente por salir de la virtualidad, podríamos dotar de valor las experiencias reales, las que están en el presente y se desarrollan de forma compleja sin simplificaciones empobrecedoras.
Ellas, que si bien pueden resultar a veces más decepcionantes, más peligrosas, más aburridas o más feas que las vistas en Instagram o en series de Netflix, brillan por su autenticidad. Es por fuera de las pantallas que está la vida esperando a ser vivida. Tal vez es momento de sentir el paso del tiempo, de contemplarlo.
Negarse a esta negación de la realidad y del presente resulta un esfuerzo por revivir la realidad. Es la oportunidad de vivir las cosas como son y no como aparentan ser. No hago un llamado a la resignación por el encierro.
En las condiciones de hoy podemos cultivar la contemplación del tránsito del tiempo y, sobre todo, de nuestro interior. Esto sólo es posible si reducimos la creciente obsesión por las pantallas, si nos desconectamos. Cuando nuestra atención se libera de este mar de agobio, aflora la tranquilidad y, por fin, vemos, sentimos la claridad que solamente puede ofrecer lo real.
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